Se trata de un pueblo de treinta mil habitantes. Un par de cientos de personas aguardan a que comience el acto. El sol otoñal calienta la marcha. Pequeños grupos forman corros y hablan de esto y de lo otro. No parece haber prisa. Al final, los organizadores del acto colocan un coche en cabeza, e inician lentamente el movimiento. Lento. La cabecera, según dicta el protocolo, camina seria, como si alguna emoción profunda la turbara. Pero el resto del personal, camina tan tranquilo. Avanzan, se paran y vuelven a avanzar, se ríen, comentan... Los municipales, también en su papel, van abriendo el paso y cortando el tráfico. El camino es largo, y para evitar accidentes y atascos, van ordenando a los vehículos que interfieren con la marcha que se detengan, o que sigan según convenga. Los conductores, disciplinados, obedecen sin chistar.
Escuchemos lo que dice el pueblo. Aquí una mujer charla con su marido si compró pan o si falta leche. Allá tres gordos explican el fallecimiento del Gordo por estar gordo… En fin, las conversaciones se agrupan en domésticas, recordatorias, explicativas, y, en general, en auto-justificativas de lo bien que lo hace uno, y lo mal que lo hacen los demás. Actitudes pasivas: cada cual parece estar sumido en sus propios pensamientos y meditaciones. Tal vez tenebrosos, tal vez referidos a las cañas que beberán dentro de un rato. Alguno de los organizadores secundarios parece como que pasa lista. Observa quién ha ido y quién no ha ido. Seguramente la asistencia está contada, y el tipo estará preparando algún reproche. La no-asistencia puede ser la gota que rebose el vaso de la paciencia, y le retirarán la palabra o algo peor si se tercia. Y del mismo modo, se saluda a los que no se esperaban, a ésos y ésas. Son los que llevaban perdidos años, y lo mismo ahora buscan la reconciliación, o el encuentro con viejas caras. Porque mucha gente parece conocerse. Es como si hubieran venido ya muchas veces a este tipo de actos. Se encuentran, se palmean, se dan las manos, rememoran viejos tiempos, de cuando eran más jóvenes…
Finalmente llegamos al cementerio. El coche fúnebre avanza, y los empleados sacan el ataúd y las coronas y los meten en el nicho a toda velocidad. El albañil sella la entrada con un rasillón a medida, y lo fija con yeso en treinta segundos. Como me parece que la cosa queda un poco fría, rápida, hago un pequeño discurso recordando al muerto (un hombre anodino, fallecido por estar gordo decían), y cada cual vuelve a su casa o al bar.
Conclusión: me ha parecido más interesante este entierro, que algunas manifestaciones con batukada. Lo que es de uno es de todos, lo que es de todos es de nadie, lo que es de nadie es de uno.