La alegría de la muerte

Ha estado contemplando el disparate ese que ha tenido Cassandra, con el año de cárcel que le han echado por los chistes referidos a Carrero Blanco. Nada menos que la Audiencia Nacional le mete un año de prisión. Por humillar a las víctimas. Y hay más gente empurada por tener la lengua suelta. Por enaltecer –dicen–. Lo que hay que leer.
¿Qué es humillar? Yo cuando pienso en la humillación, veo a una mujer vestida con harapos, rapada, cubierta de ceniza y escupitajos, purgada con ricino, arrastrando botes y latas, seguida por una multitud de niños y perros. Cuando la similitud se establece con esa víctima, hay humillación, como le pasaba a las mujeres de izquierdas en la guerra civil, que aparte de matarles al marido, al hermano, al padre, o al hijo, les aplicaban el tratamiento humillante. Se humilla a la mujer, diciéndole "cállate, estúpida [o te reviento]". Cosas así, humillan. Ahora bien, por un chiste, hacia alguien que murió hace décadas..., creo que no hay humillación más que en la calenturienta mente del fiscal, de los jueces y de quienes elaboran esas leyes tan raras.
Porque claro, estos tipos, reaccionarios de chaqué, quieren que sintamos dolor y angustia por la muerte de los suyos… ¿Sabéis cuál es el problema que pienso que tienen todos esos agrios gestores, que modifican el Código Penal para legislar contra quienes les molestan? Pues es un problema filosófico: el problema de la muerte. La muerte de, precisamente de ellos.
Esos señores de horca y cuchillo, millonarios satisfechos, se dan cuenta de que van a morir. Se sienten tristes, angustiados, temerosos ante la pavorosa majestad de La Inevitable… Y empiezan a dar bocados a su alrededor. Que ellos, tan señalados, tan prepotentes, con tantísimo dinero, tengan el mismo fin que una pobre gitana rumana negra homosexual de religión musulmana… No les parece adecuado, se ponen rabiosos. Y modifican el Código Penal, porque piensan que alguien se reirá de ellos, sin poderlo evitar.
Todos vamos a morir, sí. Que yo, un pelón insignificante, fallezca, es algo que genera indiferencia. Carezco de importancia, ¿qué puede importarme? Esa es mi opción filosófica. Cuando llegue mi hora allí estaré yo, tan tranquilo. Y habrá –con algo de suerte–, quien se alegre de mi óbito. Humillación no habrá. Mientras no os rapen y os hagan beber vinagre con hiel, no hay humillación que valga.
Ahora bien, mientras me llega el turno, permítanme que lea con imperturbable serenidad, y con unas cosquillas en las entrañas, y tal vez haciendo un chascarrillo, las necrológicas, y compruebe como uno tras otro, van cayendo los grandes. Este de cáncer, aquél de infarto, aquélla de un tiro que le da un pariente, al otro que ya no se le levanta… Que el día que le toca a cada cual, –según la tradición católica basta un acto de contrición–, todos ascendemos a los Cielos... ¿Fue Cristo –tal vez–, un astronauta? ¿Acaso le pusieron una bomba? ¿Humillo con esta reflexión, a las víctimas del Imperio Romano?
Así es la muerte de todos. Más democrática y alegre, imposible.
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