Si alguien tiene que morir, que sean ellos

Mi abuelo estuvo en la guerra. Me enseñó a no correr en los bombardeos, a calentarme bajo la lluvia, a diferenciar los tipos de piojos, a pasar hambre y sed sin quejarme. Su mejor regalo –aún los tengo– fueron unos prismáticos soviéticos, marca zénit. “Para cuando vayas a la guerra” –me dijo muy serio– “sé buen chico, y si alguien tiene que morir, que sean ellos”.

Mi abuelo era de pocas palabras. Ojos azules, calvicie, bajo de estatura y rubio… ¿Quién diría que yo era su nieto? El hombre me leía “La Madre” las tardes de domingo. Un drama tremendo, yo lloraba, mientras desmontaba una star sindicalista, calibre 7.65 mm, y él me consolaba tiernamente… “No te aflijas guapo. Si alguien tiene que morir, que sean ellos”.

Y por esto y por lo otro, acabó en el bando fascista. Mala suerte –me decía. Un día, mientras le tiraban con artillería los alemanes de las brigadas, un soldado que corría cayó en la caldera del puchero. Allí dentro entregó su vida, y le sacaron al rato por los pies, disuelto. El rancho se sirvió. No hubo protestas. Y él, rascándose la barriga me decía suavemente: “eh, rapaz, a la hora de comer, si alguien tiene que morir, que sean ellos”.

Mi abuelo me enseñaba estrategia y táctica, porque fue sargento de cocinas. Cómo hacer las emboscadas, qué era el fuego cruzado, dónde se colocaba el que tiraba la granada y dónde el del naranjero. Esquemas y flechas que iban y venían. Paseos por el campo que eran maniobras. Una vez tomamos Lisboa. Y siempre terminaba con el mismo cuento: “esto es serio muchacho, cuando vayas al ejército, si alguien tiene que morir, que sean ellos.”

Mi abuelo, bajo el hueco de la escalera, tenía su oficina. Era un cuarto solapado tras un mueble, una pequeña puerta camuflada. Olía a humedad, una vela, montañas de papeles. Un retrato amarillento de Durruti, una portada de la SOLI. ¡Un millón de pesetas! Me mostraba el retrato y me decía: “evita ese final chaval. Si alguien tiene que morir, que sean siempre ellos”.

Él me hablaba de los mártires de Chicago, me leía sus discursos ante el patíbulo. La foto de Louis Ling, joven y puro, sin miedo, gritándoles: “¡Soy anarquista, no os temo, ahorcadme!”. Y el viejo cabeceaba y afirmaba risueño … “Yo hubiera dicho que ¡yo! trabajaba para la policía, y que el Gobierno ¡me pagó para tirar la dinamita!”; “¡Pero qué dices abuelo! ¡Qué hubieran pensado los compañeros!”; él me sonreía. “Eso da igual. Lo importante es la lealtad. Porque recuerda esto niño, recuérdalo: en la guerra, si alguien tiene que morir, siempre, que sean ellos”. Lo que es de uno es de todos lo que es de todos es de nadie, lo que es de nadie es de uno.

Comentarios

Muy bueno!!

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